lunes, 26 de enero de 2009

INTRACEDENCIA DE LA PENA DE MUERTE
PARRA BEDRÁN, Miguel Ángel[1]

“La pena de muerte es nimia para el condenado que la sufre, inmoral para el pueblo que la presencia, peligrosa para el legislador que la decreta y repugnante para el juez que la aplica”
-Ignacio L. Vallarta-

SUMARIO: I. Introducción. II. La pena de muerte en el México precolombino. III. Grecia y Roma. IV. La filosofía cristiana: entre la espada y la pared. V. El humanismo en el siglo XVIII. VI. Pena de muerte y Derecho. VII. Epílogo.

I. Introducción.
Uno de los temas de mayor controversia en la historia de la humanidad es el relativo a la pena de muerte. Sin embargo, opino al igual que Norberto Bobbio quien señala que este debate aún está comenzando. No es una contradicción lo antes dicho, la verdadera cuestión de fondo estriba en la reflexión sobre lo justo o no en la imposición de la pena capital; lo lícito se reduce a la adopción de la legislación para imponerla, esto último es un problema de técnica mientras que lo justo trasciende a lo ético.

La imposición de este trascendente pena va ligada con otros temas que merecen reflexión por su conexidad inmediata: la venganza del Estado hacia el delincuente de manera directa, e indirectamente hacia la sociedad; el papel social del Derecho en la imposición de las penas; la tortura y la moral social, entre otros.

También es una reacción en contra de las vigentes intenciones legalistas que pretenden la implantación de la pena capital en razón al constante aumento de la delincuencia en el país. No cabe duda que los momentos de crisis en los cuales estamos insertos provocan reacciones en el mismo sentido. La delincuencia en México tiene secuestrada a la sociedad, la mala procuración de justicia, los errores judiciales (no sólo los de técnica en la interpretación y alcances del Derecho), la corrupción, el narcotráfico, los fallos educativos así como la falta de un verdadero proyecto nacional, conducen invariablemente a una reacción social sedienta de venganza y, a una política que puede tornarse más represiva a grado tal que los problemas estructurales se pretendan resolver mediante la legalización de la muerte por parte de la entidad que debe proteger la vida: el Estado.

II. La pena de muerte en el México precolombino.

En el México precortesiano, las diversas culturas de Mesoamérica aplicaban la pena de muerte. Raúl Carrancá y Trujillo señala en su obra Derecho Penal Mexicano, que en el reino de Texcoco se aplicaba el código penal de Netzahualcóyotl, en el cual al juez se le daban amplias facultades para fijar las penas a los delincuentes entre las que se encontraba la muerte y la esclavitud.
Entre los aztecas también aplicaban esta pena cuando se trataba de adulterio, robo, homicidio, alteración de hechos por parte de historiadores o de embriaguez hasta la pérdida de razón. Los métodos de aplicación de la pena eran principalmente el ahorcamiento, la lapidación y la decapitación.

Entre los Tlaxcaltecas la pena de muerte era aplicable para los casos siguientes: el que faltare el respeto a sus padres, para el causante de grave daño al pueblo, para el traidor al Rey o al Estado, para el que matare a un embajador, para los jueces que sentenciaran injustamente, para quienes destruyeran los límites puestos en el campo, para el que en la guerra rompiera las hostilidades sin orden para ello o abandonara la bandera o desobedeciera, al que matara a la mujer propia aunque la sorprendiera en adulterio, para los adúlteros, para el hombre o la mujer que usara vestidos impropios de su sexo, para el ladrón de joyas de oro, para los dilapadores de la herencia de sus padres.[2]

A diferencia de estos pueblos, los Mayas no aplicaban formalmente la pena capital, por lo menos no existen evidencias plenas de que esto hubiere sucedido. En contrapartida con los Aztecas: el abandono del hogar estaba castigado, el adúltero era entregado al ofendido quien podía perdonarlo o bien matarlo y en cuanto a la mujer su vergüenza e infamia se consideraban penas suficientes. La máxima pena que imponía el Estado era la esclavitud que se aplicaba a quien robaba y no devolvía las cosas. Todos estos pueblos maravillosos por su cultura arquitectónica y de muchas de sus costumbres, no fueron pródigos en una moral humanista ni en la consolidación de un Derecho coherente con principios básicos de respeto a la dignidad del género humano. El Estado en esa época se distinguía por su férreo autoritarismo, permitiendo las prebendas a las clases pudientes dejando a los maceguales sin derechos y sin protección jurídica. En consecuencia, la pena de muerte en ese entorno político no causaba gran impresión puesto que no transgredía un orden coherente con el humanismo. En lo religioso, la muerte no era precisamente un delito, recordemos que el pueblo azteca en las guerras floridas llegó a sacrificar en un solo día a más de 25 mil seres humanos en honor a sus dioses. [3]

III. Grecia y Roma.

Jean Imbert en su obra La Pena de Muerte, indica que no existe un derecho griego, sino derechos particulares de cada ciudad. Esto significa que cada ciudad griega tenía su propia constitución y gozaba de tal independencia con respecto a las demás; por ejemplo, Atenas, Tebas, Esparta y Macedonia se regían por sus propias leyes y costumbres. Es necesario aclarar que en esa época el término o concepto de constitución no comprendía sólo a las leyes, sino también, a la forma de vida de cada uno de los pueblos. Debido a ello es difícil identificar el problema de la pena de muerte en toda la región que hoy conocemos como Grecia.

Pese a ello es posible unificar algunas causas por las cuales la pena capital era impuesta. En este caso, relata Imbert, “[…] la traición se castiga con la muerte, si alguien derroca al gobierno democrático […] podrá ser muerto impunemente, sus bienes serán confiscados. En algunos periodos se castiga con la muerte el sólo hecho de aceptar un cargo público de manos de un usurpador.” [4]

En Atenas se hacía la distinción entre homicidio voluntario e involuntario; sólo al primero se le castiga con la muerte. En el Areópago se dirimían esta clase de delitos. En cuanto a la forma de ejecutar la pena, los derechos de las ciudades griegas establecían toda una gama terrorífica, por ejemplo: la cicuta, la decapitación, la estrangulación, la lapidación, el ahogamiento y la precipitación del condenado a una sima fétida, etcétera.

El condenado más famoso de la historia sin duda fue Sócrates, este filósofo griego fue condenado por ofender a las divinidades, en especial por no rendir culto a los dioses del Estado Ateniense e introducir nuevas divinidades y corrupción a la juventud –al menos esos fueron los alegatos en su contra-. Meleto y Anito fueron sus acusadores y al decidirse el juicio agones timotei fue sentenciado por el tribunal de los Heliastas a beber cicuta (veneno que producía horribles espasmos). La sentencia fue ejecutada a un mes de haberse pronunciado.

Platón discípulo de Sócrates, consideró que en realidad no existían los delincuentes porque nadie hace el mal voluntariamente, porque la virtud es conocimiento y el vicio radica en la ignorancia. Se le concede una gran parte de razón en virtud de que la educación integral del individuo es promotora de la paz y por consecuencia de un bajo índice de criminalidad. Sin embargo, el autor de La República y Las leyes, sus obras más representativas dentro de la filosofía y la política, considera el la última de las citadas lo siguiente: “ En cuanto al ciudadano a quien se descubriera culpable de un crimen de éste género, es decir, autor de infames delitos para con los dioses, sus padres o la ciudad, el juez lo considerará ya desde entonces como incurable, ya que la excelente educación en que fue formado desde niño no ha podido conseguir que se abstuviera de las mayores iniquidades. Su castigo por tanto, será la muerte […]”[5]

Por lo que hace a Aristóteles, autor de La Política y La Ética Nicomaquea, no es posible afirmar su posición a favor o en contra de la pena de muerte.

Roma, durante sus primeros siglos, estaba inmersa en la religión y la pena de muerte es un acto religioso. La famosa Ley de las Doce Tablas (450 A.C.) marca el paso del Derecho sagrado al laico, pero como dice Imbert “conserva todavía huellas profundas de la influencia religiosa”[6]. En el tránsito de la república al imperio la pena de muerte estaba en vigor, pero ésta desaparecía por abrogación tácita. Pompeyo promueve una iniciativa para suprimir la pena en caso de homicidio voluntario de un pariente cercano; aquí podemos decir que es uno de los primeros intentos abolicionistas registrados por la historia. El Emperador Augusto restablece la pena y, en el siglo II D.C., era común castigar a los criminales con la pena capital, sobre todo si transgredía a las mos majorum (costumbres, tradiciones), esto sucedía mucho por la propagación de la fe cristiana.

Bajo el Imperio de Justiniano se castigaba con la pena de muerte al homicida, al parricida, al adúltero, los envenenadores, la bigamia, los herejes, los magos y adivinos, a quienes atentaban contra la seguridad del Estado, etc. La única salvación del condenado era la indulgencia que sólo podía ser otorgada por el monarca o soberano.

Para los propagadores de la fe cristiana la ejecución de la pena consistía en la crucifixión o morir bajo las garras de los leones en el circo romano. Sin duda, toda una época de barbarie.

IV. La filosofía cristiana: entre la espada y la pared.

En la historia de la pena de muerte existen dos teorías derivadas de la filosofía cristiana. Una profesa la abolición y otra está a favor de la pena. Sus autores: de la primera San Agustín Obispo de Hipona y, de la segunda Santo Tomás de Aquino.

San Agustín fue un promotor constante de la no aplicación de la pena de muerte. Su intervención en los casos que se le presentaban consistía en mitigar penas y logar perdones a los reos. Su intervención como episcopado no era la de solapar o anular los delitos, sino a contribuir a que la justicia resplandeciera. Reconocía la necesidad de la imposición de penas para los delincuentes, pero con el propósito de que éstas pudieran contribuir a la corrección de los delincuentes. En este sentido, el Obispo de Hipona es uno de los primeros teóricos que relaciona a la pena con la readaptación, idea aún no permeada en la época en que vivió.

Este defensor de la dignidad humana y de la humanización de la pena decía: “¿Eres juez? […] júzgate a ti mismo para que puedas juzgar con conciencia limpia a los demás…castigarás el pecado pero no al pecador. Si alguno resistiera y no corrigiera sus delitos, persigue tal resistencia, esfuérzate en corregirla y suprimirla, pero de tal modo que se condene el pecado y se salve al hombre. Porque una cosa es el hombre y otra el pecador. Perezca lo que hizo el hombre y sálvese la obra de Dios. Por lo tanto no oses jamás llegar hasta la pena de muerte en tus sentencias, para que, al condenar al pecado, no perezca el hombre que lo comete, contra el mal habéis de ser incluso crueles, pero no contra quien ha sido hecho como vosotros. Todos, jueces y delincuentes, habéis sido sacados de la misma cantera…no me opongo en modo alguno a que se usen las penas. Pero que se usen con amor, aprecio y voluntad sincera de ayudar al delincuente a corregirse.”[7]
Efectivamente San Agustín estaba cierto de la primacía del derecho natural sobre la ley positiva, es decir, si la ley de los hombres no contiene reglas justas, entonces habrá que aplicar la ley eterna o divina basada en el principio religioso de “No Matarás”. Para él estaba claro que el oficio de matar, en cualquier forma, es degradante. No importa que se revista con la toga judicial o la capucha del verdugo.

Contrario a San Agustín, Santo Tomás se presenta como un defensor de la pena de muerte. En su obra Summa Teológica señala: “Si algún hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe con algún delito, es laudable y saludable quitarle la vida para la conservación del bien común”[8] Más adelante hace una comparación simplista del cuerpo humano con la sociedad al afirmar: “Además, así como el médico amputa con justa razón el miembro podrecido, si por él está amenazado de corrupción el cuerpo todo, del mismo modo quien gobierna la ciudad justa y útilmente mata a los hombres nocivos, que con su acción amenazaban la convivencia ordenada de los ciudadanos y para que no sea perturbada la paz y concordia en la ciudad.”[9]
Como bien dice Fernández del Valle: “No se puede matar a los hombres como si fueran moscas”[10] Los juicios de Santo Tomás carecen de todo fundamento moral, no es posible anteponer la muerte como solución a los problemas delictivos de la ciudad. Su error fundamental estriba en considerar que la persona humana está subordinada a la sociedad, como parte de un todo, siendo la parte en relación con el todo imperfecta. Respecto de los jueces que imponen la pena, los considera como ejecutores de la Divina Providencia. Este juicio es también risible porque antepone la aplicación de una ley no humana a la que sí lo es y, plasma en la figura del juez la potestad de Dios sin pensar que éstos pueden ser tan o más corruptos que el sentenciado. Tampoco está de acuerdo con la readaptación de los delincuentes, a los malos es necesario exterminarlos.

Para él, la pena de muerte tiene un efecto medicinal, al matar a los delincuentes se sana el cuerpo social pero no se desea que los eclesiásticos se impliquen en los juicios de pena capital, su propuesta es que éste sea un asunto de Estado. Aquí encuentro otra contradicción en su teoría ¿cómo es posible que un juez civil aplique la ley Divina si sólo a la Iglesia le corresponde interpretarla?

Como puede advertirse, la comparación entre ambos eclesiásticos no existe. San Agustín ve en el más torvo de los delincuentes, en el más recalcitrante hereje o apóstata, una obra de Dios. La imagen de Dios, aunque ensuciada hasta el extremo, nunca se pierde ni el más abyecto de los criminales. El amor, de rango superior a la justicia, nunca está ausente de la criatura. Santo Tomás no consideró que la pena de muerte haya sido suprimida por Cristo. El mandamiento de “No Matarás” no acepta excepciones de ninguna clase.

V. El humanismo en el siglo XVIII.

El siglo XVIII es llamado el siglo de las luces. En lo que se refiere a la pena de muerte este es un siglo pleno de la filosofía humanista, ya que en él se sientan las bases del abolicionismo y de la lucha por la dignidad humana, no sólo de los convictos sino de la especie humana.
Sin embargo todavía existen resabios de defensa a la imposición de la pena capital. El célebre Barón de la Brede y Montesquieu, conocido por su teoría de la división de poderes, escribió en su obra máxima El Espíritu de las Leyes que los ciudadanos merecen la pena de muerte cuando violen la seguridad a tal grado que ha quitado la vida o intente quitarla. Para él la pena es una especie del Ley del Talión que la sociedad puede y debe usar, también hace votos porque la muerte no castigue a quienes solamente han atentado contra los bienes de sus conciudadanos. En el mismo sentido se expresa Juan Jacobo Rosseau, autor de la obra El Contrato Social (1762), quien no considera a la pena de muerte sino como una solución de último recurso, más claramente indica: “No se tiene el derecho de hacer morir ni siquiera para ejemplo de otros a aquél que se puede conservar en peligro.”[11] Para este ilustre pensador la pena de muerte no posee la característica de la ejemplificación, que es uno de los puntos que sostienen actualmente los no abolicionistas.

En contrapartida Voltaire se subleva en contra de las sentencias injustas y la inútil barbarie de las ejecuciones, al respecto afirma: “Veinte ladrones vigorosos condenados a trabajar en las obras públicas toda su vida sirven al Estado mediante su pena, mientras que su muerte no beneficia más que al verdugo, a quien se paga por matar hombres en público.”[12] Ataca la pena de muerte pero está de acuerdo con la imposición de trabajos forzosos y la cadena perpetua. En síntesis, dos pasos adelante y uno atrás. Malesherbes consideró que la pena de muerte es desproporcionada e indigna para la humanidad.

El primer titán en la lucha por la abolición de la pena es el celebérrimo César Bonesana Marqués de Beccaria, quien a la escaza edad de 26 años escribió la obra por la cual es universalmente conocido De los Delitos y las Penas (1764). El punto de arranque de Beccaria estriba en la función de la pena, al respecto dice: “El fin de la pena no es otro que impedir al reo realizar nuevos daños a los ciudadanos y desanimar a los demás de hacerlos.”[13] El principio de esta hipótesis trata de saber cual es la fuerza intimidatoria de la pena de muerte, arguyendo que los frenos a los delitos no son la crueldad de las penas, sino su infalibilidad, y, por consiguiente, la vigencia de los magistrados y la severidad de los jueces acompañados de una dulce legislación. Es decir, moderación de las penas impondrán los jueces basados en una legislación que trate de establecer el nexo causal entre el delito y la pena, donde la pena capital no tiene cabida. Beccaria señala también que la pena de muerte no es ejemplar ya que dar a los hombres el ejemplo de la crueldad es dar a la sociedad un nuevo mal. También indica que tal pena no es útil ni necesaria, además de que existe la posibilidad de los errores judiciales al condenar a algún inocente. La reacción más fuerte en contra de Beccaria está contenida en los escritos de Filangieri quien en la Ciencia de la Legislación (1783), sostenía que si en el estado de naturaleza el hombre tiene derecho a la vida, puede perderlo por sus delitos. Si puede perder la vida en el estado de naturaleza, no se entiende porqué no puede perderlo en el estado civil. Sin duda que este juicio es de una simpleza extraordinaria.

Kant y Hegel, filósofos de antes y después de la revolución francesa, estuvieron de acuerdo con la imposición de la pena de muerte. Kant señalaba en relación al homicida: “Si ha matado debe morir. No hay ningún equivalente, ninguna conmutación de pena que pueda satisfacer a la justicia”. Hegel sostiene que “[…] el delincuente no sólo debe ser castigado con una pena congruente con el delito cometido, sino que tiene el derecho a ser castigado con la muerte porque sólo el castigo lo redime y es sólo castigándole como se le reconoce como ser racional.”[14] No es posible que la racionalidad humana, en el sentido expresado por Hegel quede subordinado en uno de sus aspectos a la posibilidad de que el género humano pueda exterminarse entre sí, aún cuando exista de por medio la comisión de un delito y de una norma que lo apruebe. Esa supuesta racionalidad va en contra de la ética racional.

Después de Beccaria muchos países europeos optan por abolir parcialmente la pena de muerte, entre ellos Suecia en el reinado de Gustavo III; Inglaterra en 1801 y, en América el Estado de Pennsylvania. En el siglo XIX la campaña abolicionista rinde frutos al dividir a los sabios, políticos y jurisconsultos sobre la viabilidad de la pena, al grado que Alphonse Karr señaló: “[…] la piedra angular de la sociedad no es la muerte, es la moralidad de nuestras leyes.”

VI. Pena de Muerte y Derecho.

Con anterioridad hemos visto parte de la historia de la pena capital. Se ha puesto a consideración pensamientos de ilustres hombres que han abogado por la extinción de la pena, y otros, no menos famosos, que consideran necesaria su vigencia, alegando desde la permisión divina hasta la racionalidad del castigo (Hegel).

En la actualidad uno de los aspectos de la imposición de la pena capital estriba en el campo de lo jurídico. Es decir, el Derecho es la ciencia social que se encarga de permitirla o negarla. Para ello la ciencia jurídica no sólo debe recurrir a variantes de utilidad, sino que tendrá que verificar la trascendencia de las normas que imponen castigos, en los que el Estado tiene el derecho y la obligación de imponerlos con propósitos específicos que abarcan desde el control social, la utilidad, la ejemplificación y, sobre todo, el reconocimiento de un orden moral específico basado en valores universalmente aceptados. Aquí el Derecho Penal como rama del Derecho tiene una tarea monumental: no sólo debe plasmar en sus normas y codificaciones las penas para aquellas conductas que en un momento determinado se consideren por la sociedad agresivas para el orden establecido, sino que todo ese panorama técnico-científico tiene que estar soportado y justificado por una racionalidad respetuosa de la dignidad humana, de los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución y por un orden moral que tenga como principal sentido el respeto por la vida. Así el Derecho y no sólo el Derecho Penal, podrá satisfacer las condiciones mínimas de respeto universal garantizando su plena efectividad social y política.
En este sentido, la pena, o sea el castigo a quien arremete con su conducta al orden jurídico, tiene una filosofía que la justifica y la legitima ante todos. Las penalidades necesariamente tienen que ser el producto del querer ser de una sociedad, para que así Derecho y Sociedad formen un binomio infranqueable en la producción de los castigos legítimos que habrán de imponerse a los delincuentes.

De esta manera la pena de muerte sólo puede satisfacer a aquellos legisladores, doctrinarios del Derecho y miembros de la sociedad civil que desean a un Derecho penal y por ende una filosofía del Estado que esté permeada únicamente por el principio de que la pena o castigo debe ser proporcional al delito cometido, sin que se ponga en el fiel de la balanza la posibilidad de la readaptación social del delincuente independientemente de la crueldad de sus actos. Tampoco consideran al derecho a la vida como el principal motivo de la justificación de todo orden jurídico y político que se jacte de ser democrático. Parece ser que para estos sigue siendo justo el viejo principio de “ojo por ojo, diente por diente”, el cual el humanismo desterró por completo como juicio racional.

La pena que imponga todo orden jurídico no debe tener como único principio la retribución, es decir, que la pena se agota con el castigo del hecho cometido; la pena, al contrario, debe de establecer un castigo, sí, pero considerando siempre la prevención del delito y la posibilidad de la readaptación. Al respecto el jurista Villarreal Palos indica: “[…] un Derecho Penal que sea racional no puede partir de una concepción retributiva al momento de fijar las punibilidades […] puesto que se corre el peligro de desvincularlo de las necesidades y realidades sociales, alejándolo del fin primario que en ese momento se persigue: la prevención general de los delitos por medio de la amenaza de la pena.”[15]

Negar la prevención del delito es negar la posibilidad del Estado en el otorgamiento de la seguridad pública. Negar la readaptación social de los delincuentes, es negar la misma Constitución mexicana, la cual determina con claridad en el artículo 18 la obligación estatal de organizar el sistema penal bajo los principios del trabajo, la capacitación para el mismo y la educación.

Los defensores de la pena de muerte, sobre todo si son juristas, no deben ignorar la importante función de la readaptación social, la cual, tiene que estar vigilada por el órgano jurisdiccional que es quien dicta la sentencia. Hoy las instituciones carcelarias han fracasado rotundamente, el Poder Ejecutivo en este sentido no ha podido responder al mandamiento de la Constitución. Recordemos las palabras sabias de W. Churchill “Si quieres conocer verdaderamente a un país, conoce sus cárceles.”

En México, el artículo 22 de la Constitución establecía la posibilidad de la pena de muerte. El párrafo tercera de la ley máxima señalaba: “También queda prohibida la pena de muerte por delitos políticos, y en cuanto a los demás, sólo podrá imponerse al traidor a la patria en guerra extranjera, al parricida, al homicida con alevosía, premeditación y ventaja al incendiario, al plagiario, al salteador de caminos, al pirata y a los delitos graves del orden militar.”
Este párrafo prohibía tajantemente la imposición de la pena para los delitos políticos ¿pero que es un delito político?, ¿cómo podemos caracterizarlo? En sentido amplio, todo delito es político ya que el delincuente al cometer una conducta transgresora viola el orden jurídico y político que el Estado establece para la vida en común. Pero es obvio que esta no es la referencia a la que conducía la hipótesis constitucional. En sentido restringido, el delito político, siguiendo al jurista Ignacio Burgos, es aquél que altera el orden jurídico-estatal y que tiende a derrocar un régimen gubernamental o genera una posición violenta contra una decisión autoritaria y que es necesario que el Derecho reglamente esas conductas como delictivas. Por ejemplo, en el orden federal son delitos políticos: la sedición, el motín y el de conspiración para cometerlos.

En México pueden existir y de hecho existen los delitos políticos y los reos políticos. Nuestra ley máxima ha considerado oportuno desterrar la venganza legítima contra sus opositores al prohibir la pena de muerte para ellos. El disentir de un gobierno y pretender su cambio aún cuando sea en forma violenta es ejercitar un derecho humano, el de la rebelión. Al respecto el considerando tercero de la Declaración Universal de Derechos Humanos establece: “considerando esencialmente que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. Esta Declaración consta de 30 artículos y fue aprobada por Asamblea de las Naciones Unidas, incluido México, el 10 de diciembre de 1948, por lo tanto es ley suprema de la nación de acuerdo al artículo 133 de la Constitución ya que el Senado de la república procedió a su ratificación.

Respecto a las demás posibilidades en que sí era posible la imposición de esta trascendente pena, es necesario considerar lo siguiente: primero, algunos de los tipos penales que se indicaban en al citado artículo 22 Constitucional ya derogado, no existían ni en el código federal ni en los correlativos de los estados federados; por ejemplo, el de salteador de caminos o el de pirata, aun cuando la Constitución los haya previsto ¿Podría haberse iniciado una averiguación previa esos delitos? Claro que no, recuérdese que nuestro Derecho prohíbe la imposición de penas por simple analogía o mayoría de razón, por lo que ninguna autoridad puede acusar a otras personas por la comisión de conductas que no estén reglamentadas por los códigos penales. Segundo, respecto a las demás posibilidades opera también el mismo principio: los códigos punitivos no reglamentan la pena capital para quienes los cometa, al no hacrelo la legislación mexicana en su conjunto –federal y estatal- da la espalda a la muerte como castigo y da la cara a la vida como gran posibilidad de readaptar a los delincuentes mediante la educación y el trabajo.
Como se pudo observar la pena de muerte, cuando estaba establecida constitucionalmente, chocaba con el artículo 18 que establece el sistema de readaptación social. De esta manera para los civiles la imposición de la pena estaba prácticamente negada. Para los militares el código militar llegó a establecer hasta 80 causales para imponerla, este código también se derogó al entrar en vigor la reforma constitucional que negó definitivamente la posibilidad de imponer la pena para los castrenses.

Había también una gran contradicción cuando estaba en vigor la pena capital en la Constitución. Ya que el citado artículo 22 negaba la imposición de la aplicación de penas inusitadas y trascendentes ¿acaso la pena capital no era una pena inusitada y trascendente?

VII. Epílogo.

Ante todo es menester formular las preguntas siguientes y sus correlativas respuestas ¿Es útil la pena de muerte? Pienso que no. Las razones son las siguientes: empíricamente no puede probarse que la utilización de la pena tenga un propósito de beneficio colectivo. La desaparición física del delincuente a nadie beneficia y, al contrario perjudica a quienes dependen de él; pensemos que el condenado (a) es el sostén de familia; consideremos también que fue condenado (a) mediante un error judicial. Esto nos lleva a la siguiente reflexión ¿Nuestro sistema judicial es tan perfecto que es poco probable que no se cometan errores al momento en que el juez emite o ratifica una sentencia? ¿O al contrario, nuestro sistema judicial es perfectible? La primera cuestión no puede ser contestada afirmativamente, la segunda sí, o sea que es más útil perfeccionar nuestro sistema de justicia para que este responda de mejor manera ante los justiciables que pretenden matar a los condenados con la gran posibilidad de incurrir en un error de lesa humanidad ¿Qué castigo merecería un juez que se equivoque y el verdugo que materialice la pena? Si actualmente la sociedad se queja más de la ausencia de una verdadera justicia que castigue a los delincuentes y prevenga al delito ¿Qué pasaría si implantada la pena de muerte se descubre que existen errores judiciales? La reacción y la decepción a la justicia y sus instituciones se agrandarían significativamente.

¿Intimida la implantación de la pena de muerte? Aquí tampoco existen datos empíricos debidamente comprobables que nos induzcan a considerar que la pena intimida a los delincuentes. Al respecto sólo para muestra un botón: en los estados federados de la Unión Americana que permiten la pena capital, la criminalidad no ha retrocedido, y en algunos de ellos su avance es permanente. En este sentido el delincuente actúa en razón de la causa o motivo que pretende, sin parar en reflexionar en la posibilidad de que sea descubierto y en consecuencia castigado, así como también se ha probado que muchos o más bien la mayoría de ellos desconocen las penalidades derivadas de sus conductas; sólo los delincuentes de cuello blanco saben de las implicaciones de sus actos ilegales.

Nada asegura que la pena al utilizarse produzca un ejemplo ejemplificativo a los delincuentes o, al contrario, que ese efecto se pretenda para quien no posee esa categoría, es decir: sociedad yo Estado te puedo matar si cometes determinados delitos. Esto sería como gobernar con el terror y la venganza, además de que sería totalmente inútil en razón a las variadas causas en que puede presentarse la criminalidad. Por ejemplo, hoy se roba y mata por hambre, son los delitos que simbolizan a la crisis económica de los países neoliberales, entonces ¿Quién es el verdadero culpable de los índices de criminalidad? Esta no es un problema que va de la sociedad al Estado, es precisamente al revés. Pensémoslo con seriedad.

Para terminar, Fernández del Valle con acierto señala: “[…] la pena de muerte resulta, en México, injusta e inmoral, porque se ha aplicado, en la mayoría de las veces, a hombre humildes del pueblo mexicano. Los delincuentes de buena posición económica y política casi nunca sufren proceso penal y casi nunca corren el peligro de padecer la irreparable pena capital. Una vez más, el Estado y la Sociedad entera son culpables, junto con los delincuentes, de los delitos. Lo que se debería buscar es una efectiva escuela de la prevención social, una solidaridad humana que adopte a los más inadaptados a una vida humana digna. Hay que acabar con la inferioridad ancestral, elevando el nivel económico de las clases humildes, en vez de suprimir a los delincuentes pobres. Por algo se ha dicho que las sociedades tienen a los criminales que se merecen.”[16]

En estos tiempos donde la delincuencia organizada, específicamente el narcotráfico, impera a grado tal que el cuerpo social vive atemorizado, viendo que algunos representantes de las instituciones de justicia del Estado mexicano están coludidos con ellos, ¿alguien metería las manos al fuego asegurando que estos servidores públicos serían condenados a la pena capital considerando que la política mexicana se ha caracterizado por la impunidad y protección a la clase política? Al menos quien escribe estas líneas, no. La pena de muerte por las razones argüidas es intrascendente, la solución a los problemas de la criminalidad no está en la imposición de penas trascendentales, está en el verdadero cumplimiento al Estado de Derecho, y de eso hay mucho que decir.










[1] Catedrático e investigador de carrera de la Unidad Académica de Derecho de la Universidad Autónoma de Guerrero.
[2] Carrancá y Trujillo, Raúl, Derecho Penal Mexicano, Edit., Porrúa, México, p. 112-115.
[3] Dato citado por Gary Gennings en la novela Azteca, RBA Editores, España, 1999.
[4] Imbert, Jean, La Pena de Muerte. Edit., FCE, México, 1993, p. 17
[5] Íbid, p. 32
[6] Íbid, p. 9
[7] Fernández del Valle, Agustín, Meditación Sobre la Pena de Muerte. Edit., FCE, México, 1998, p. 51-52
[8] Imbert, Jean, op. cit. p. 56
[9] Ibidém.
[10] Fernández del Valle, op., cit., p. 57
[11] Imbert, jean, op., cit., p. 63
[12] Idem.
[13] Bobbio, Norberto, El Tiempo de los Derechos. Edit., Ariel, 2001, p. 205
[14] Idem, p. 208
[15] Villarrreal Palos, Arturo. Culpabilidad y Pena. P. 115
[16] Fernández del Valle, op., cit., p. 22
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